sábado, 9 de febrero de 2013

El lamentable arte de engañar al corazón




Aquella relación se la estaba escapando de las manos, se estaba descontrolando. Podía percibir el nacimiento de una llama de algo desconocido en su interior. Nunca había sentido alguna emoción parecida, ignoraba qué podía ser. Tenía una pequeña sospecha, pero no quería reconocerlo; tenía miedo.
A si que se decidió por finalizar toda relación con él. 
Sólo tenía que mentir, y esa era su especialidad. Era la diosa de las mentiras, la reina de las traiciones, la personificación de los sentimientos fingidos.
Una simple frase, una de estas excusas esporádicas que tan bien había aprendido a actuar.
Era fácil. Si su mente no se sentía con fuerza para desperdiciar energía sólo tenía que repetir las mismas palabras dichas la última vez.
«No es lo mismo. Me cansé. Encontrarás a alguien que te haga feliz. Lo siento. Buena suerte. Adiós»
¿Por qué no salían esas malditas palabras de sus boca? ¿Por qué, si su cabeza lo ordenaba, sus labios no se entreabrían? Su corazón; su jodido y mustio corazón se hacía oír. Era él quien quería vivir en aquella ocasión, exclamaba a voces sordas su deseo de ser escuchado por primera vez.
Y es que, cuando el amor llega, lo hace mediante los más insospechados métodos.
Aquella mujer de límites, que había vivido toda su vida sabiendo y experimentando y nunca llegó a sentir, se retorcía en su interior. Encontró placeres y gozos en cada sentimiento que experimentó; frenesí, cólera, pasión, ira, pesar... Quién diría que aquella mujer conocería alguna vez los extremos de lo que nunca gozó: amor.
Admitía con vergüenza que a su lado se sentía libre; demasiado libre. Esa misma liberta la aterrorizaba, le hacía verse prisionera.
El amor que aquel nómada la profesaba la ahogaba en albedrío; se sentía libre, se sentía esclava.
Horrorizada, espantada por sus propios miedos se limitó a salir por la puerta, sin mirarle, sin recoger sus cosas; simplemente se fue. Sin considerar los sentimientos de la otra persona, sin pensar en los recuerdos que le dejaba tatuados en el alma.
No volvió a saber nada de él.
¿Quién no la llamaría tonta, ignorante o incluso cobarde por salir huyendo de una felicidad casi absoluta?
Ella no lo creía así.
Su felicidad no estaba en el atarse a un lugar, a una persona y a unas circunstancias, no. Ella no necesitaba nada de eso, o eso tenía por doctrina. Sólo se exigía a sí misma el vivir cada instante como si el siguiente movimiento fuera el último. Un amor sólo podrían traerla desdicha y sufrimiento.
Siguió por su camino, no volvió tan si quiera a recordarle.
El día de su muerte, tras una corta pero intensa existencia, recordó los cabellos dorados de aquel bohemio que le entregó su corazón y acarició su alma con los dedos. Recordó sus miradas, recordó sus besos, recordó sus palabras.
Y en ese último instante, antes del final de aquella apasionada vida, se preguntó que ocurrió aquel día. Y qué hubiese ocurrido si hubiese escuchado con más atención los latidos de su corazón.

Aleera Jezhebel
Publicado el 9 de agosto de 2010

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