sábado, 23 de febrero de 2013

El Eterno Retorno VII

Me enciendo y me apago,
la pantalla se queda en blanco.
¿Se ha quedado obsoleto mi sistema?
¿Alguna vez fue novedad?
El polvo se acumula en las rejillas,
me abandonan en la esquina,
después en el desván.
El trastero es mi lugar,
donde van las cosas rotas
que a uno le apena tirar.
Preferiría el vertedero,
con el resto de mi clase formal,
aquí yazco con objetos de recuerdo,
productos de clase estacional
y otras bagatelas
que uno se niega a abandonar.

Aleera Jezhebel

lunes, 11 de febrero de 2013

Señales/Nunca nada está perdido



Ayer, como de costumbre, me acerqué después de comer al Parque del Teíte a fumarme un cigarro y a reflexionar un poco con el sonido del viento tocando suavemente los acordes de las ramas. Allí me encontré un libro entre los arbustos. Era un Nuevo Testamento, que alguien había dejado en aquel lugar. Abrí el libro y lo primero que ponía era que aquel libro no estaba a la venta, en la portada. Dentro, se pedía que se dejara el libro en el lugar que había sido hallado.

Lo cierto es que soy algo escéptica con esto de la religión y la existencia de un dios, casi diría que soy atea, si no fuera por mis constantes dudas. El caso es que no tengo esa fe, y no debería haberle dado importancia; pero algo dentro de mí me dijo que aquel libro debía estar allí. Leí un par de páginas y lo dejé exactamente en el mismo lugar donde lo encontré. Además, subí al árbol central del Parque, un olivo centenario, y me fumé otro entre las ramas y el follaje, donde dejé, por instinto una página arrancada del cuaderno de notas que siempre me acompaña. En ella escribí: "Hoy es, siempre todavía." y "Nunca nada está perdido.".

Hoy, me he acercado una vez más al Parque. Allí había un señor, que a primera vista parecía un vagabundo, un mendigo, un sin techo... como queráis llamarlo. En realidad, éste hombre era un peregrino con destino Huelva (situémonos en Toledo, centro de la península). Me pidió un cigarro. Lo que tenía era de liar, y le ofrecí a que se guardara unos cigarritos para más tarde, los cuales amablemente aceptó, ya que el único cigarro que tenía eran las sobras de las chustas y los restos de cigarros que había encontrado por el Parque.
-¿Fuma usted porros?- Le pregunté con cautela, el hombre se encogió de hombros.
-De vez en cuando; nunca hay que abusar- Y me senté con él a compartir un petardo, mi último petardo del día.
Me contó que tenía una hija en Santiago de Compostela de diecinueve años, que su padre era andaluz y ciertas cosas más que, en realidad podrías dormir sin saberlas, pero dormirás mejor sabiendo que por un momento has hecho feliz al hombre dejándole hablar, dejándole ser escuchado.
También me comentó que se había echado allí la siesta, en el banco al sol y que por casualidad había encontrado un Nuevo Testamento, que le había ayudado a entretenerse un poco aquella tarde. Sonreí para mis adentros y continué hablando con él hasta que un amigo vino a recogerme.
Antes de irme, miré a la rama del árbol donde había dejado la nota el día anterior. No estaba. Tampoco estaba la colilla que había dejado a su lado.

No sé si fue ese peregrino quien recogió la hoja, pero, Luis -creo recordar que era tu nombre- muchísima suerte en tu peregrinaje y ojalá llegues bien. Y recuerda, nunca nada está perdido.

Aleera Jezhebel
Hecho verídico
redactado el domingo 27 de febrero de 2011

sábado, 9 de febrero de 2013

Subjuntivo

Dejo volar las posibles vidas que esta incierta existencia trata de concederme. Y aquí sigo, sobreviviendo en las lagunas de las dos direcciones, existiendo en infinitas ucronías, eligiendo el camino a la inversa, el que no recorre, el que se queda atrás, varada en la playa del pensamiento mientras el mundo gira siguiendo la (siempre estúpida) lógica de los días, las horas y el sol.

Aleera Jezhebel
Publicado el 13 de febrero de 2011

Poema VIII

Esa calle alargada
que une la cuna y el cementerio,
ahí es donde habito yo.

Esa porosa orilla
que absorbe cada fluctuante pensamiento
y escupe en su letargo veneno,
aquel del que cada día bebo.

Ésa, esa porosa orilla es quien soy hoy.
Soy esa piedra que te estorba,
pero que te es útil como auxilio,
a veces.

Otras tantas, no soy conveniente.
Soy como un juguete.
Soy un juguete con agujeros,
como esa porosa orilla.

Aleera Jezhebel
Publicado el 16 de enero de 2011

Tarde de estudio

Una mosca sobreviviente del verano revolotea a mi alrededor, éstas son más molestas, pero más fáciles de aniquilar.
Me levanto, cojo el matamoscas del cajón; está quieta sobre la pared, pero no es el momento.
Espero. Ella sabe que la observan. Mueve un poco las patas. Decido golpear. Plaf.
Bye, bye, fly.
Anda, un pareado en inglés. De lo cual, por cierto, tengo examen mañana. Inglés de primaria, ni me lo leo.
Mejor me pinto las uñas; hoy me apetece llevar algo rojo; quizá me pinte la bandera de Estados Unidos. Total, son las cinco y media.
Pintarme las uñas me lleva una media hora. Hacer rayitas no se me da muy bien, y ya de los puntito (porque intentar hacer cincuenta estrellas sería un suicidio) ya ni hablamos. Pero bueno, tienen su pase.
Son las seis, y aún tengo que estudiar. ¿Qué más hay? Examen de tres temas de historia, y unos ejercicios de matemáticas.
Mejor voy al ordenador un rato, sólo un rato.
Como siempre, ese sólo un rato se convirtió en media tarde. Son las ocho y media, y todavía no he estudiado ni una página para mañana.
Creo que mejor voy a salir un rato, a que me de el aire; así quizás piense con más claridad. E iré al bar a tomar un café con éstos, y a fumarme un alegría, ya que me espera una noche muy, muy larga; unas 30 páginas, más o menos.

Aleera Jezhebel
Publicado el 12 de noviembre de 2010

Alejandrino

Dadme las verdades del profundo pensamiento;
dejad que la mente os lleve a mi más sincero ego,
dejad que la luna se torne a color bermejo.
Dadme vuestros besos prisioneros del recuerdo.

Dadme vuestras razones para callar al viento,
dejad que yo escuche y aprendamos del silencio;
dejad que éste hable, el más sabio de nuestros maestros.
Dadme las sonrisas, los abrazos de despecho.

Dadme aquellas promesas que han surcado los tiempos,
dejad que mi alma juzgue si acaso fue por celos,
dejad que ella anuncie si fue inercia o desenfreno.
Dadme al taciturno mendigo del frío enero.

Dadme a los mártines de la gloria y el deseo,
dejad que mis mil fantasías jueguen con ellos,
dejad que transforme su historia en vuestro desvelo.
Dadme las lágrimas engendradas de secretos.

Dadme agonías que relatar sobre mis versos,
dejad que ellas fluyan entre mis inquietos dedos,
dejad que nazcan del nacimiento de mis miedos.
Dadme palabras: juro cambiar el mundo entero.

Aleera Jezhebel
Publicado el 18 de septiembre de 2010

El lamentable arte de engañar al corazón




Aquella relación se la estaba escapando de las manos, se estaba descontrolando. Podía percibir el nacimiento de una llama de algo desconocido en su interior. Nunca había sentido alguna emoción parecida, ignoraba qué podía ser. Tenía una pequeña sospecha, pero no quería reconocerlo; tenía miedo.
A si que se decidió por finalizar toda relación con él. 
Sólo tenía que mentir, y esa era su especialidad. Era la diosa de las mentiras, la reina de las traiciones, la personificación de los sentimientos fingidos.
Una simple frase, una de estas excusas esporádicas que tan bien había aprendido a actuar.
Era fácil. Si su mente no se sentía con fuerza para desperdiciar energía sólo tenía que repetir las mismas palabras dichas la última vez.
«No es lo mismo. Me cansé. Encontrarás a alguien que te haga feliz. Lo siento. Buena suerte. Adiós»
¿Por qué no salían esas malditas palabras de sus boca? ¿Por qué, si su cabeza lo ordenaba, sus labios no se entreabrían? Su corazón; su jodido y mustio corazón se hacía oír. Era él quien quería vivir en aquella ocasión, exclamaba a voces sordas su deseo de ser escuchado por primera vez.
Y es que, cuando el amor llega, lo hace mediante los más insospechados métodos.
Aquella mujer de límites, que había vivido toda su vida sabiendo y experimentando y nunca llegó a sentir, se retorcía en su interior. Encontró placeres y gozos en cada sentimiento que experimentó; frenesí, cólera, pasión, ira, pesar... Quién diría que aquella mujer conocería alguna vez los extremos de lo que nunca gozó: amor.
Admitía con vergüenza que a su lado se sentía libre; demasiado libre. Esa misma liberta la aterrorizaba, le hacía verse prisionera.
El amor que aquel nómada la profesaba la ahogaba en albedrío; se sentía libre, se sentía esclava.
Horrorizada, espantada por sus propios miedos se limitó a salir por la puerta, sin mirarle, sin recoger sus cosas; simplemente se fue. Sin considerar los sentimientos de la otra persona, sin pensar en los recuerdos que le dejaba tatuados en el alma.
No volvió a saber nada de él.
¿Quién no la llamaría tonta, ignorante o incluso cobarde por salir huyendo de una felicidad casi absoluta?
Ella no lo creía así.
Su felicidad no estaba en el atarse a un lugar, a una persona y a unas circunstancias, no. Ella no necesitaba nada de eso, o eso tenía por doctrina. Sólo se exigía a sí misma el vivir cada instante como si el siguiente movimiento fuera el último. Un amor sólo podrían traerla desdicha y sufrimiento.
Siguió por su camino, no volvió tan si quiera a recordarle.
El día de su muerte, tras una corta pero intensa existencia, recordó los cabellos dorados de aquel bohemio que le entregó su corazón y acarició su alma con los dedos. Recordó sus miradas, recordó sus besos, recordó sus palabras.
Y en ese último instante, antes del final de aquella apasionada vida, se preguntó que ocurrió aquel día. Y qué hubiese ocurrido si hubiese escuchado con más atención los latidos de su corazón.

Aleera Jezhebel
Publicado el 9 de agosto de 2010

jueves, 7 de febrero de 2013

Un Joe DiMaggio...

Un Joe DiMaggio
para esta Marilyn,
de carácter agrio,
musa de desliz.

Agosto 2012
Aleera Jezhebel

El Eterno Retorno VI

Me aterrorizan las entradas de las cuevas,
las únicas salidas
y el camino estrecho.

Me supera la continuidad de la línea recta,
la profunda oscuridad,
el vacío en el pecho.

Me veo en la incansable furia del viento y el mar,
trato de gritar,
pero imagino (sentir) la calma de la oscuridad y el silencio
y grito, y lloro, y no muero
porque entonces no podría ver,
ni gritar, ni sentir, ni escuchar.

La eterna nada nos aguarda,
sin percibir lo atroz
del silencio y la ceguera.
Creyéndonos felices
sin ver ni oír.

Escrito el miércoles 6 de febrero de 2013.
Aleera Jezhebel