Capítulo 1 - Héctor I




EL ARTE DE LA FUGA


I. Héctor (I)

Estaba harto de tomar un bus que le llevara a una estación y allí enganchar un tren que le transportara a un metro, para después coger un taxi, entrar en el portal, subir un ascensor y caminar un largo pasillo hasta una oficina que ni siquiera era la suya.

Pasaba horas entre vademécums y papeleo, aflojando y ciñendo la corbata, firmando documentos, abotonando y desabrochando su chaqueta, estrechando manos, escuchando lamentos de pobres hombres que, en muchos casos, se habían topado con la férrea justicia del Estado, sin saber muy bien cómo ni por qué, y sólo querían dejarse de líos jurisprudentes y volver a sus problemas de andar por casa.

Uno gime por no poder pagar la hipoteca; otro, desconsolado, se lleva las manos a la cabeza sabiendo que la alimaña de su ex-mujer no sólo va a quedarse con la casa, también con el coche, sus dos hijos y casi un tercio de su patético sueldo en una fábrica de yogures; otro, resignado, trata de pactar las condiciones y los años de prisión que será encerrado por robar, varias veces, para alimentar a sus hijos, sus padres, sus cuñadas y sus yernos; el drogadicto confeso enganchado a la metanfetamina, que se había convertido en el traficante principal de cocaína de su pueblo para mantener su propio vicio, tratando de inculpar a su socio, un crío de dieciséis sin antecedentes.

Harto de comida de restaurante, de filetes fritos en el mismo aceite que treinta comidas anteriores, de verdura congelada y de pagar por una botella de vino mediocre con gaseosa como si fuese un Rioja del 72. De comer con desconocidos en la misma sala, oyendo sus voces, el tintineo de las copas, el masticar de sus mandíbulas y el eructar de algún grosero obrero. Hastiado de escuchar que con Franco esto no pasaba en una mesa, que si la culpa de los tijeretazos de Rajoy la tiene la herencia de Zapatero en otra, que si el gobierno republicano hubiera dejado al sector progresista del Ejército encargarse de la guerra Madrid seguiría infranqueable en la de la esquina. ¡Qué sabrán esta pobre gente de política, de economía, de historia! Si sólo son borregos de pueblo a merced de información previa, cuya verosimilitud les es suficiente para no tener la necesidad de contrastarla. Discuten entre ellos, se tiran los platos a la cabeza, el yerno le clava un tenedor en el ojo al suegro conservador, la hija instiga al hermano a interferir. Y vuelven a la comida, al vino malo y la sopa recalentada, a la inefabilidad de las costumbres en las conversaciones de cortesía públicas. No es modo de hablar a sí a tu padre, interviene la madre, siempre que salimos lo mismo, dejad de hablar de tonterías que ni os tocan. Alguien en esa mesa con actitud, al menos, pensó.

Estaba harto de las conversaciones de ascensor. Y cómo se encuentra hoy, caballero, dice el camarero del bar del café de diario, hace frío, eh; un calor bochornoso, en verano. Menudo partidazo el derbi del sábado, eh. Lo siento, no veo la televisión. Pues vaya... ¿qué va a tomar hoy? Un café solo, con sacarina. Pues ya no es tan solo, se jacta, y ríe su broma porque la educación es último que se pierde después de la esperanza.

Le desesperaba no tomarse su café con su cigarro dentro del bar con las heladas, o salir a sudar en verano; maldita ley antitabaco ¡qué dejen a cada uno suicidarse como quiera!

Para él, ya entonces el tabaco había dejado de ser vicio para convertirse en necesidad. Era promocionado como una muerte lenta, dolorosa y de la que pocos conseguían escapar. Por éso fumaba, no por la elegancia que acompaña como accesorio a un trajeado abogado del principio, sino por la autoexigencia de esperar un golpe de adrenalina que aventurara un fin, que aproximara el fin que engloba a todo ser viviente. Es triste llegar a la conclusión de necesitar el incentivo de un cáncer para dar rienda suelta al cambio de una vida. Lo mismo le pasó con las drogas duras en la adolescencia, y bien entrado en la madurez. Menos mal que comprendió que evasión no significa ausencia.

Menuda pesadilla, el estar cansado de vivir por culpa de la rutina. Las costumbres siempre le habían atraído desdeñosamente, desde niño, desde que vio que lo tradicional no siempre, casi nunca, es lo ideal y lo correcto, desde que vio que el personal que le rodeaba no opinaba igual, que directamente no opinaba, que pensar y hacer las cosas a la antigua usanza sólo sirve para estancarse en un recurso que no progresa, ni avanza, se queda varado, estancado en la misma respuesta: podría, pero no.

Estaba harto de vivir condicionales y fantasear subjuntivos. De tomar un taxi, un metro, llegar a la estación de tren e imaginar tomar uno que lleva a recorrer Europa mientras esperaba sentado en los incómodos bancos de hierro para volver a casa. O debería decir, el amasijo de hierro, hormigón y ladrillo con cuatro paredes y un techo bajo el que se refugia de las inclemencias del tiempo y la sociedad después de trabajar.

¿Ha pasa'o ya el con destino a Cuenca? No, señora, es el de la vía 3, pero aún no ha llegado. Gracias, hijo. Corre, Leonora, que nos hemos confundi'o. Te lo dije, éste es el de Barcelona, ¡lo ponía en el cartel, que lo han cambia'o! Ojalá, ojalá fuera el de Barcelona, se sintió tentado a decir, pero su tren de media tarde estaba frenando y a punto de abrir sus puertas para cerrar sus esperanzas de huir.

A punto de compartir penas con el Código Penal sentado en la ventanilla del vagón, vio a una antigua amiga bajando del tren de la vía de enfrente. El vaho de los cristales impedía ver con nitidez, y provocó que el encuentro pareciera una visión, un ensueño. Podría no ser ella, mas esos andares... 



Lleva un libro en una mano, una maleta en la otra y, seguro, varios desengaños a la espalda. La niña que conoció y le conoció se terminó por convertir, por lo que le contaron, en una fémina llena de ávida insatisfacción, aburrida de las cosas al poco de empezarlas, siempre con proyectos quiméricos en mente y una peculiar pero interesante percepción de las relaciones de pareja.

Al partir el tren tanto él como ella marchan en direcciones contrarias a las que les gustaría ir. Perdió de vista el fuego de su cabello, y maldijo por no haberse fumado un pitillo antes de subir.

¿Qué hubiese pensado si me hubiera visto? Se preguntaba comiéndose las uñas. ¿Se acordaría acaso de mí, alguna vez, de vez en cuando? ¿Qué residuo emocional quedaría en ella? Recordaba la última vez que la vio, en el pueblo de sus padres, cuando él empezaba a follarse a su mujer y ella aún le escribía poesía en sus noches de borrachera. Fue un verano tranquilo, en el que no hubo ni dejó de haber emoción, pero sin duda puede admitir que fue la relación más sencilla y constante que nunca hubo experimentado, aunque no llegara a durar unos meses, le parecieron años de bienestar. Aunque, pensándolo bien, quizá fuera la cosecha, por aquel verano se fumaban cosas fuertes.

Soñó con ella esa noche, y al despertar recordó lo que la extrañaba, hacía mucho que no se dignaba a tener apetito por saturarle los sentidos. ¡Exquisito como cambia! Cada vez más sofisticada; en verdad le gustaría que permaneciera inmóvil en su versatilidad. En su sueño era altanera, confiada y soberbia, tal y como la recordaba, pero tan dulces eran sus groserías que era imposible no emocionarse y salir a buscarla. Siempre fue un placer ver como deambulaba haciéndose la perdida y encontrarla disfrazada de mujer.

«Cuando nuestras lenguas inquietas se mezclaban no podía evitar exhalar un gemido. Ay, Séfora, Séfora. Tu nombre me sugiere... sólo me sugiere. No he conocido mujer como tú, o niña, o lo que fuera. Porque tendrías catorce años pero besabas como si los tuvieras de experiencia. Séfora... Ninguna tan soberbia siendo tan poco locuaz pero tan elocuente; ninguna tan erudita en superficialidad, anhelando desde las profundidades; ninguna tan sublime; ninguna con tu nombre. Ay, Séfora, Séfora, qué nos pasó

Aquella noche durmió inquieto, María lo notó por varias patadas y gruñidos, pero no la dijo nada, porque no tiene por qué saber, seguro que ella también ha soñado alguna vez con follarse a algún conocido o amigo común. De todos modos, cuando se levanta, ella aún duerme, y así seguirá hasta las dos o las tres de la tarde, cuando su estómago ruga de hambre y se prepare cualquier cosa del congelador, después vería la tele y quizá, si veía la casa muy desordenada, ordenara una u otra habitación. Así era su vida, se casó con alguien que antes de terminar los estudios ya tenía trabajo, y un buen sueldo, ¿para qué quería ella perder tiempo estudiando o matarse a trabajar como camarera?

Se había dado cuenta de que apenas hablaban, que ya el sexo era mecánico y estaba aburrido de su falta de curiosidad. A María le gustaba la vida simple y cómoda, y él no se había percatado hasta después de unos meses de casados, cuando ya era tarde para cambiarlo, o éso había creído, y se había resignado a pasar el resto de su existencia con ella porque, en cierto modo, le daba reparo desapegarse a las costumbres. Incluso le había comentado en alguna ocasión tener hijos, pero él pasaba del tema diciendo que no estaban preparados para educar a nadie, si ni siquiera ellos tenían educación. Pero ha llegado a un punto en el que la rutina le concome, se siente un muerto en vida, un muerto que no descansa en una tumba, un muerto que se descompone en cada tren, en cada caso, en cada conversación.

En el bus, de camino al tren, volvió a pensar en Séfora, y si se la encontraría de nuevo en la estación. Lo dudaba, porque verla con una maleta significaba que había regresado, pero quién sabe a qué barrio o qué transporte adoptaría por rutina esta temporada. Y por qué pienso en ella, se pregunta, si sólo era una niña quien me cautivó con su caprichosa rareza, y hoy estará tan muerta como lo estamos todos al llegar a cierta edad. Pero no puede evitar proyectar una imagen actualizada de su persona, aún la mantiene con las características propias que recordaba, y añade algunas a placer. Habría estudiado literatura y sería escritora, o algo por el estilo, aunque la poesía que le escribió hace tantos años era mediocre y vulgar.

En el tren notó que ya casi no le quedaban uñas, que en dos tristes días había retomado el maldito hábito de morderlas, menuda presentación daría a los clientes con quien estrechara la mano. ¿Por qué tan nervioso? ¿Por qué quiere verla, aunque sea de lejos, de espaldas y desenfocada? Quizá identificaba la fogosidad de su pelo con la chispa de singularidad que necesitaba en tu vida.

Intentó leer en el vagón, pero según se iba acercando a la estación su nivel de concentración disminuía progresivamente hasta el punto de pasar las páginas entre los dedos, los ojos entre las líneas y la mirada entre las letras y el andén.

Como cabía suponer, Séfora no estaba allí, ni estaría en los mucho días que seguían a su azaroso encuentro. Séfora seguiría su vida, como había hecho siempre, dando un paso, y otro, y avanzando, como había hecho siempre, e indagando en nuevos proyectos sin sentido, como antaño. Y Héctor no se encontraba en ésa ecuación, él parecía no saber cómo avanzar, o cómo proyectar nuevas ideas, y realizarlas. Ni siquiera le había visto, no sabía que vivía tan cerca de él. Héctor vigiló cada salida de aquel andén, buscó los transbordos, las posibles comunicaciones con aquella vía. Y acabó dándose por vencido, no sin antes pasar un par de meses bebiendo café en cada bar de esquina que conectara con aquella estación. Hasta que realmente se cansó, y volvió a su bar de siempre, con su cansino camarero de entretiempo. Hoy el tiempo mal, eh, para esto no se sabe si paraguas o camisa. Héctor vaciló, tentado de dar media vuelta y volver a la estación; sin embargo, ignoró el comentario y pidió su antes clásico café americano.

Con el café humeante sobre sus ojos, una pequeña taza de apenas medio dedo de profundidad, pensaba en la estación de cercanías, su mirada andaba lejos, siguiendo el vaho del agua manchada, recordando la neblina que desenfocaba su visión en la estación. Habían trascurrido ya unos tres meses de aquel encuentro, unas doce semanas, unos ochenta y cuatro días, después de casi diez años sin cruzarse.

La obsesión por reencontrarse con ella le había llevado hasta el punto de faltar al trabajo repetidamente, perdiendo el tiempo en deambular por las calles, las estaciones y los vagones con el único fin de volver a tener esa joya de rubí enfrente suya.

-¿Cuándo cambiaste las sudaderas de Billboard por las americanas de paño?

Héctor se paralizó. Con los labios entreabiertos y aún su mirada ensimismada, repasó su figura enfrentada. El rojo de su pelo cantaba como sirenas en suaves ondas, y unos labios rojos en su minimalista maquillaje le sonreían al otro lado de la mesa. En su tono de voz encontró algo que no le resultaba familiar. Otro ego. O una transformación del anterior.

-Séfora.


-La misma y en persona. ¿Puedo?

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