jueves, 2 de julio de 2015

La mujer del millón.

Tanto para ella como para mí, no había juramento más sagrado -si podíamos hablar de cosas sacras- que las promesas del juego.

De ella sabía que una planificaba las jugadas y manejaba las cartas tanto o mejor que un bebé una teta. Por mi parte no había planificación en absoluto, y dejaba que la partida fluyera según la estela de las circunstancias; me gustaba pensar que tenía el don de atraer el azar cuando otros tenían el de atraer el dinero o el poder. Probé la lotería, y gané lo suficiente como para vivir el resto de mis días; pero lo mío, como lo suyo -porque ella también tenía este "tercer ojo" para las finanzas y las guerras-, eran las cartas.

Cuando jugábamos juntos éramos invencibles, y hoy, desde la distancia, puedo afirmar lo evidente: éramos adictos, sí, pero no al juego, sino a la victoria. Y también a la espectación.

Yo la llamaba la mujer del millón de dólares.

Cuando fuimos a Las Vegas adoptó por costumbre mantener su cuenta bancaria con seis ceros y una cifra. Quería recordarse que no jugaba por dinero, sino por el placer del juego en sí. De cualquier manera, estoy convencido de que le ponía cachonda la victoria, y cuando terminaba, ebria de laureles, se sentaba en la chimenea mirando el fuego, preguntándose qué coste tendría aquella buena fortuna; y yo sólo podía admirarla, preguntándome qué precio tendría aquella mujer.


Sin fecha. ¿2013?

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